Muchas veces oí hablar sobre el famoso debate entre considerar literatura o no a las obras de no-ficción. Siempre me pareció algo absurdo. Se puede describir a la realidad con palabras bonitas, pero el salto que da paso al arte es cuando el autor tiene la libertad de crear las cosas sobre las que habla, cuando ya no describe cosas determinadas por otros y su pluma puede ser realmente libre. Al menos, eso es lo que pensaba hasta que me topé con cierto libro.
Gente de las pusztas es sin duda un texto muy particular. Caí en él de casualidad, buscando documentación para la novela que estoy escribiendo ahora mismo. Escrito en 1936, su propósito inicial es describir la vida de los criados de las pusztas, haciendas de origen feudal en la rivera occidental del Danubio, en Hungría. El propio Gyula Illyés, su autor, nació y creció en una de ellas.
Así, cada capítulo inicia con el mayor de los rigores técnicos. Las costumbres, las condiciones inhumanas de vida, las jornadas de 20 horas, los huecos legales en cada contrato, la evolución histórica de cada opresión sufrida. Pero los recuerdos de infancia, las anécdotas, la propia experiencia, se van entremezclando con el tecnicismo hasta olvidarlo por completo. Cada capítulo termina entre un recuerdo nostálgico (sin, por esa nostalgia, suavizar el horror) y una visión humana que encoje el corazón mil veces más de lo que lo hace la técnica.
Este libro ha volteado mil y un veces mi manera de entender la naturaleza humana. Me ha recordado, por millonésima vez, lo complejo que es ese mundo que siempre queremos simplificar.
El pueblo que sirve en las pusztas, dicen algunas teorías, era de esclavos y criados desde los tiempos en que el pueblo húngaro era todavía nómada. La sumisión entra en la sangre, por no decir en el subconsciente y en el autoconcepto. Cuando te tratan como un animal, acabas creyendo que lo eres. Cuando tus ancestros han sido tratados como animales por siglos, no te planteas siquiera ser otra cosa que eso.
Y es lo que Illyés retrata. Criados que por veinte horas diarias durante todos y cada uno de los días de su vida (eso descansar los domingos y las ocho horitas de sueño no existía), solo hacen avanzar un carro tirado por bueyes. Que, con el paso de los años, hasta los movimientos de los criados se asemejan a los de los propios animales. Los capataces golpeaban a los criados para que trabajaran, de la misma manera en que estos golpeaban a los bueyes para avanzar.
Al mismo tiempo, al hablar los criados del señor de cada puszta (que solía cambiar con cierta frecuencia y no tendía a interesarse por las personas a su cargo), se referían siempre a él como su señoría, incluso en las conversaciones privadas o en las cartas a las que el señor no tendría nunca acceso. No por una prohibición, no por miedo, sino por considerarse realmente así de inferiores.
En una de las historias que más me impactó (todas ellas verídicas), un capataz se acercó a dos jóvenes, mejores amigos de toda la vida y sin una sola pelea en curso. Les mostró su nueva pistola de caza y la dejó en manos de uno de ellos. Este, incapaz siquiera de pensar en matar al capataz, giró la pistola y voló la cabeza de su amigo a menos de un metro de distancia.
Illyés analiza también el vocabulario de los criados, tan repleto de malas palabras que hasta los buenos deseos parecen insultos. Analiza la forma en que los hombres golpean a sus esposas, y estas a su vez a sus hijos, sin parar hasta dejarlos inmóviles en el suelo, muchas veces rompiéndoles algún hueso. Lo entiende como una vía de escape de toda esa rabia que los criados son incapaces de expresar hacia sus capataces, hacia sus opresores.
Todos los que consiguen salir de la puszta, como el propio Illyés hizo, tienden a borrarla de su memoria en cuanto se alejan de ella. A visitarla lo menos posible. Sus propias familias los tratan con respeto y algo de distancia, como si se transformaran en personas distintas.
Un familiar de Illyés consiguió salir y llegar a funcionario. Tuvo que instalar en la entrada de su oficina un perchero para sombreros, porque los criados de las pusztas que entraban a pedirle algo a su despacho se ponían tan nerviosos que si no los dejaban en la entrada empezaban a escupir en ellos.
Todas las historias, entremezcladas y relatadas por una pluma increíble, van formando un retrato del alma humana, de su comportamiento en las situaciones límites, de lo humanos e inhumanos que podemos llegar a ser.
Entre las páginas se cuela también la historia del propio Illyés, con cuatro abuelos poseedores de un difuso deseo de llegar a más. En una familia sumida también en la pobreza, pero no tanto como las demás. Con la posibilidad de leer algún libro, como los de Sándor Petőfi, poeta con el que compartía mundo de nacimiento (de hecho, Illyés escribió una biografía de él más o menos a la vez que redactaba Gente de las pusztas). Va alternando entre abuelos paternos y maternos, entre un mundo religioso, supersticioso y con ojos en las vidas de todos, y otro que sigue a pies juntillas la palabra escrita (en algunos casos sin haberla entendido bien, con sus posteriores inconvenientes), apoya el trabajo a todas horas (aprendió hasta a coser bajo la dirección de su abuela) pero le permite también una cierta libertad. Cómo va creciendo, envuelto en ese mundo, intentando entenderlo. Y cómo, hacia el final de la novela, lo arrastran fuera de él para enterrarlo en lo más hondo de sus recuerdos.
No encuentro una razón para decir que este libro pueda no ser literatura. Habla solo de realidad, sí. ¿Y qué? La ficción al final habla solo de realidad también. Es el la realidad del autor escondiéndose tras mil trucos para que al lector le cueste más encontrarlo. O para que el autor no se encuentre a sí mismo.
Aquí, simple y sencillamente, el autor no ha tenido necesidad de esconderse, ni del lector ni de sí mismo. Y no creo que por ello su obra tenga menos valor.
Al menos, eso siento yo ahora mismo.
Las pusztas de las que habla el libro, por supuesto, han dejado de existir. El mundo ha cambiado. Probablemente, ni siquiera los descendientes de aquellas personas sepan cómo fue la cotidianidad de sus antepasados, en qué realidad tan opuesta a la nuestra vivieron. Illyés lleva cuarenta años muerto, y las personas que aparecen en su libro bastantes más. Pero los seres humanos seguimos siendo los mismos. Nuestra naturaleza también. Y por eso, aunque hayan pasado cien años, este libro sigue siendo universal.